sábado, 26 de enero de 2013

Perdóname.



¿Y qué te voy a contar yo de la vida? ¿Acaso tendría yo algún derecho?  Si ni siquiera he sobrevivido dos décadas seguidas a esta aventura a la que llamamos ‘vida’.
A mí que me cuenten, porque ando muy vacía. Y ya sé que esto no ha hecho nada más que empezar...
Si hay algo que sabemos todos y con total seguridad, es que la vida nos da tantos palos como para poder construirnos una bonita cabaña, y que no cunda el pánico, que con todas las pequeñas astillas podremos decorarla a nuestro gusto.
No pretendo que mis palabras tengan cierto regustillo a melancolía,  lo único que quiero plasmar es un trocito de la cruda realidad. De hecho, lo que voy a decir ahora no deja excluido a nadie, ni nos es ajeno, ni mucho menos nos resulta indiferente.
Te voy a preguntar: ¿cuántas veces te has sentido roto por dentro?
Como si una bomba hubiera detonado dentro de ti, y no hubieras estado a tiempo de pararla, de cortar el cable amarillo, rojo o azul.
¿Cuántas veces te has sentido vacío, sin rumbo o totalmente desorientado? Como si fueras una brújula que perdió sus cardinales, y el primero: el norte.
En mis dieciocho años han sido muchas y (¡madre mía!), las que me quedan. 
¿Y por qué nos sentimos así a veces? ¿Tan a ras del suelo? ¿Es sólo un pequeño descenso para coger impulso y después volar muy alto?
Me pregunto: ¿qué es lo que nos hace caer, a veces, tan en picado? Si no te has levantado con el pie izquierdo; si has conseguido pillar sitio en el autobús; si resulta que ese examen que pensabas tan catastrófico lo has aprobado por los pelos y, si te has encontrado un billete de cinco euros olvidado en el bolsillo de tu pantalón… ¿qué demonios podría estropearte el día?  
Yo he sido víctima de uno de esos días en los que, en un momento, crezco tan deprisa y me vengo tan arriba, que me da vértigo bajar. Pero para eso ya están algunos, que nos dan ese pequeño impulso para saltar, (y a mí los deportes de alto riesgo no me van mucho, la verdad). 
Y es que a veces, te la pegas contra el suelo y sólo pueden despegarte con una espátula...
Sencillamente, unas palabras pueden estropearnos el día. Ya hace tiempo que tendríamos que habernos fumigado el alma contra ese gusanillo de la curiosidad. A veces, me gustaría olvidar cómo leer ciertas cosas. Sería una ignorante, pero feliz al fin de cuentas.
Y es que no hay nada, ni si quiera un puñetazo en la nariz, ni en el punto donde concluye la línea que baja desde tu ombligo, que duela más que la decepción. Échale a ella las culpas de tus heridas abiertas, o de las que están a medio cerrar, pese a todos los años que has necesitado.
Cuando alguien te decepciona, y te dice algo que no corresponde a la concepción que tenías de su persona, te sientes un poco más cerca del suelo. Digamos que a la altura de un quinto piso.
Cuando alguien te hace algo que no es propio de él y te das cuenta de que te lo puede volver a hacer, (no dos ni tres, sino que puedes multiplicar el número de veces), ahí sientes que puedes bajar por las escaleras.
Creer conocer a una persona, creer  llegar a entenderla e incluso pensar que el sentimiento podría ser mutuo, y de repente… un cubo de agua fría te da en la cara para que te despiertes. Quizás esa sea la única vez que prefiera un despertador…
Ya no sabes qué hacer. ¿Insistir? o ¿dejarlo estar? ¿Podría recapacitar y volver a ser como antes? ¿Olvidar este desliz, taparlo con tiritas y hacer como si nunca hubiera pasado? Podríamos vivir con ello, sí, pero… ¿merecería la pena? 
Gracias a Dios no sufro de Alzheimer y, si difícilmente olvido los buenos momentos, mucho menos lo haré con los malos. Pero, ahí está la esencia del perdón. La palabra mágica que podría atragantar a un orgulloso, y remendar tantos descosidos.
Vale, lo reconozco, me he puesto un tanto dramática pero, es lo que tiene escribir a altas horas de la mañana. ¡Malditas noches de insomnio!
Confesaré que últimamente, suelo tener muchos de esos días. Días que son buenos a ratos, y catastróficos a tiempo parcial. Supongo, que tú también los has tenido. Ya te dije que de esto no se salva nadie.
Y volviendo a la pregunta del principio. Lo primero que deduzco de la vida, es que no siempre se sale victorioso. Es una batalla de la que sales con cientos de rasguños, pero que con el apoyo de muchas personas, al final sanan.
Sin embargo, para todos aquellos que me han brindado uno de esos días y me han regalado alguna que otra herida, sabed que os perdono. A los que yo misma  he decepcionado… bueno, ahí va: perdón.

2 comentarios:

  1. Siempre es más difícil pedir perdón que perdonar, o suele serlo. Aunque lo que más cuesta es perdonarse a uno mismo por lo que hemos llegado a hacer.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tienes razón, pedir perdón es muy difícil, pero creo que es una palabra preciosa y deberíamos decirla más, porque es mucho lo que puede arreglar! (Hay que tragarse el orgullo, que no engorda!) :)
      Sin embargo, creo que perdonar también es igual de complicado en algunas ocasiones, pero hay que aprender a hacerlo, sobre todo con nosotros mismos para así sentirnos mejor y crecer, no? Un saludo!

      Eliminar

Blogroll