martes, 29 de enero de 2013

¿A veces no tenéis esas enormes ganas de gritar?


Estallar en chillidos que carecen de sentido. Simples vocales estridentes que te vacían los pulmones, los ojos y te llenan las mejillas de gotitas saladas a causa del dolor.
Hay días en los que me encantaría desahogarme así, para poder relajarme y descargar todo el peso que sujetan mis hombros, que ya empiezan a pesar. Demasiadas cosas arrastramos…
Hay tantas cosas que encierra el alma que es normal que en un momento dado del día, llegue a su tope. Es normal que estemos rebosantes de emociones y sentimientos que amenazan con salir en cualquier momento, a la mínima, por culpa de algún comentario equivocado que soltó la persona equivocada. Pero es que es inevitable.
Somos como bombas humanas que no advierten a los demás de la presión que encierran nuestros cuerpos, una presión a punto de escapar hasta por las orejas. Somos verdaderamente dañinos, podemos hacer demasiado daño físico, y mucho más moral.
Hay días en los que puedo parecer muy tranquila, pero para estarlo de verdad necesitaría de alguna vacuna preventiva contra la rabia, porque es jodidamente mala. Y es que hay demasiadas situaciones que me descolocan y me sacan de quicio, y me encantaría gritar todo lo que me hace estar disconforme.
Sí, hay demasiadas cosas que me gustaría decir, y es la impotencia de no poder hacerlo lo que más me enrabieta. Más que nada por las consecuencias. Tranquila, relax, cuenta hasta diez…
1, 2, 3…
Pero no todo lo que se puede gritar es malo. No quiero referirme sólo al contexto de una discusión o pelea. En ese aspecto, soy bastante más pacífica. Todos deberíamos serlo un poco más, y aplicarnos eso de: ‘Haz el amor y no la guerra’.
4, 5, 6…
Podemos gritar de felicidad, del miedo, del dolor, gritar un nombre, o en casa cuando llaman al teléfono… 
Pero, en verdad, me refiero al grito como un modo terapéutico. Como la máxima exaltación de un sentimiento o emoción.
Y cómo jode aguantarse un sentimiento… Eso sí que es impotencia, sí.  Nos come y nos destruye por dentro. Es la raíz de toda esa rabia que experimentamos sin querer. Hay demasiados sentimientos bonitos y hermosos, como para ocultarlos por falta de valor.
7, 8, 9…
Y no sé si aún me habréis entendido. Pero hay unas palabras mayores, -y no me refiero a palabrotas ni insultos hirientes-, concretamente son sólo dos, que el ser humano por naturaleza, a veces tiene esa necesidad de plasmarlas en una carta, en un SMS, representarlas en un gesto, en un acto de máxima complementación sobre un colchón, en un ramo de flores, en una buena acción.
Sí, hay días en los que me encantaría gritarlas todo el tiempo, a todas horas, pero sólo a aquellas personas que se las merecen. Porque yo siempre deposito toda mi sinceridad en ellas.
10…
Te quiero.

sábado, 26 de enero de 2013

Perdóname.



¿Y qué te voy a contar yo de la vida? ¿Acaso tendría yo algún derecho?  Si ni siquiera he sobrevivido dos décadas seguidas a esta aventura a la que llamamos ‘vida’.
A mí que me cuenten, porque ando muy vacía. Y ya sé que esto no ha hecho nada más que empezar...
Si hay algo que sabemos todos y con total seguridad, es que la vida nos da tantos palos como para poder construirnos una bonita cabaña, y que no cunda el pánico, que con todas las pequeñas astillas podremos decorarla a nuestro gusto.
No pretendo que mis palabras tengan cierto regustillo a melancolía,  lo único que quiero plasmar es un trocito de la cruda realidad. De hecho, lo que voy a decir ahora no deja excluido a nadie, ni nos es ajeno, ni mucho menos nos resulta indiferente.
Te voy a preguntar: ¿cuántas veces te has sentido roto por dentro?
Como si una bomba hubiera detonado dentro de ti, y no hubieras estado a tiempo de pararla, de cortar el cable amarillo, rojo o azul.
¿Cuántas veces te has sentido vacío, sin rumbo o totalmente desorientado? Como si fueras una brújula que perdió sus cardinales, y el primero: el norte.
En mis dieciocho años han sido muchas y (¡madre mía!), las que me quedan. 
¿Y por qué nos sentimos así a veces? ¿Tan a ras del suelo? ¿Es sólo un pequeño descenso para coger impulso y después volar muy alto?
Me pregunto: ¿qué es lo que nos hace caer, a veces, tan en picado? Si no te has levantado con el pie izquierdo; si has conseguido pillar sitio en el autobús; si resulta que ese examen que pensabas tan catastrófico lo has aprobado por los pelos y, si te has encontrado un billete de cinco euros olvidado en el bolsillo de tu pantalón… ¿qué demonios podría estropearte el día?  
Yo he sido víctima de uno de esos días en los que, en un momento, crezco tan deprisa y me vengo tan arriba, que me da vértigo bajar. Pero para eso ya están algunos, que nos dan ese pequeño impulso para saltar, (y a mí los deportes de alto riesgo no me van mucho, la verdad). 
Y es que a veces, te la pegas contra el suelo y sólo pueden despegarte con una espátula...
Sencillamente, unas palabras pueden estropearnos el día. Ya hace tiempo que tendríamos que habernos fumigado el alma contra ese gusanillo de la curiosidad. A veces, me gustaría olvidar cómo leer ciertas cosas. Sería una ignorante, pero feliz al fin de cuentas.
Y es que no hay nada, ni si quiera un puñetazo en la nariz, ni en el punto donde concluye la línea que baja desde tu ombligo, que duela más que la decepción. Échale a ella las culpas de tus heridas abiertas, o de las que están a medio cerrar, pese a todos los años que has necesitado.
Cuando alguien te decepciona, y te dice algo que no corresponde a la concepción que tenías de su persona, te sientes un poco más cerca del suelo. Digamos que a la altura de un quinto piso.
Cuando alguien te hace algo que no es propio de él y te das cuenta de que te lo puede volver a hacer, (no dos ni tres, sino que puedes multiplicar el número de veces), ahí sientes que puedes bajar por las escaleras.
Creer conocer a una persona, creer  llegar a entenderla e incluso pensar que el sentimiento podría ser mutuo, y de repente… un cubo de agua fría te da en la cara para que te despiertes. Quizás esa sea la única vez que prefiera un despertador…
Ya no sabes qué hacer. ¿Insistir? o ¿dejarlo estar? ¿Podría recapacitar y volver a ser como antes? ¿Olvidar este desliz, taparlo con tiritas y hacer como si nunca hubiera pasado? Podríamos vivir con ello, sí, pero… ¿merecería la pena? 
Gracias a Dios no sufro de Alzheimer y, si difícilmente olvido los buenos momentos, mucho menos lo haré con los malos. Pero, ahí está la esencia del perdón. La palabra mágica que podría atragantar a un orgulloso, y remendar tantos descosidos.
Vale, lo reconozco, me he puesto un tanto dramática pero, es lo que tiene escribir a altas horas de la mañana. ¡Malditas noches de insomnio!
Confesaré que últimamente, suelo tener muchos de esos días. Días que son buenos a ratos, y catastróficos a tiempo parcial. Supongo, que tú también los has tenido. Ya te dije que de esto no se salva nadie.
Y volviendo a la pregunta del principio. Lo primero que deduzco de la vida, es que no siempre se sale victorioso. Es una batalla de la que sales con cientos de rasguños, pero que con el apoyo de muchas personas, al final sanan.
Sin embargo, para todos aquellos que me han brindado uno de esos días y me han regalado alguna que otra herida, sabed que os perdono. A los que yo misma  he decepcionado… bueno, ahí va: perdón.

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